¿PUEDE TENER UN TERRENO UN VALOR NEGATIVO?

¿PUEDE TENER UN TERRENO UN VALOR NEGATIVO?

Tradicionalmente, el valor que tenía un terreno venía determinado por su ubicación, por sus características físicas y por la posibilidad que tenía de producir algo. Existían terrenos agrícolas, terrenos forestales, terrenos con yacimiento de minerales, etc. En función de esa ubicación y de sus posibles rendimientos, los terrenos poseían un valor mayor o menor.

Con el paso del tiempo, la revolución industrial y el crecimiento de las ciudades, se empezaron a valorar los terrenos por lo que se podía construir encima de ellos, aunque la ubicación y las características físicas seguían siendo los principales parámetros para valorar cualquier terreno, porque, en principio, se podía construir en cualquier lugar.

Tras la II Guerra Mundial y con la puesta en marcha del Urbanismo Moderno, se desarrollaron los grandes Planes Urbanos, con un uso y abuso de la sectorización y la organización de la ciudad se empezó a estructurar con unos nuevos parámetros, como la ocupación de suelo, la edificabilidad, etc.

Aunque los objetivos iniciales eran buenos, la mala utilización que se hizo de estos conceptos y de aquellos  parámetros, añadido a la inexistencia de medidas correctoras, produjo unas ciudades más desiguales. La sectorización ocasionó segregación, así como una mayor diferenciación en el  valor de los terrenos.

El valor de los suelos pasó a estar determinado por su edificabilidad, que predominaba sobre las características físicas de los distintos terrenos, según se iban produciendo avances técnicos. Con unos fines pretendidamente igualitarios, se había conseguido diferenciar totalmente el valor de los diferentes  suelos en función de unos parámetros, la mayoría de las veces, discrecionales.

El suelo tenía un valor u otro, en función de su calificación, de su clasificación, de su edificabilidad. Pero todavía era importante la ubicación, seguían siendo más valiosos los terrenos con una posición central en las ciudades o los que estaban próximos a algún elemento atractivo, natural o económico.

Valorábamos el suelo por su valor residual

Valorábamos el suelo por su valor residual, es decir, por lo que se obtenía restando al mejor valor en venta de una edificación, el valor de su construcción y de todos los agentes que intervenían en el proceso edificatorio, incluidos los beneficios de dichos intervinientes.

Se pagaba por el suelo la cantidad resultante de deducir del máximo posible valor de venta, el coste de producción de la edificación que sustentaba y el beneficio del promotor.

Tras la aprobación de la Ley del Suelo de 1.998, todos los terrenos, salvo los protegidos, pasaron a ser susceptibles de ser edificados. Erróneamente el factor que más “pesaba” en la valoración de un terreno era el índice de edificabilidad, lo que se podía construir encima. Este índice pasó a ser más  importante que la ubicación, la calidad de los servicios existentes, etc…

Todos los terrenos se sobrevaloraron. No se consideraron factores demográficos, se creyó que la demanda era infinita e  iba a ser permanente en el tiempo. Las entidades  financieras concedieron créditos sobre porcentajes muy elevados de valoraciones ya artificialmente altas

El posterior desarrollo de los acontecimientos es sobradamente conocido. Cuando “pinchó la burbuja” los bancos se tuvieron que quedar con cantidades ingentes de suelo, que debían añadir a las viviendas y otras edificaciones con las que ya se habían quedado. La demanda pasó a ser casi nula, teniendo que bajar el precio de las referidas viviendas a valores inferiores al costo de su construcción.

En este momento, aunque es evidente que la situación ha mejorado ostensiblemente, existe, todavía un importante stock de viviendas que se van vendiendo,  aunque con unos valores, que como ya hemos indicado, son inferiores al costo de su producción.

Por todo lo relatado, en muchas zonas de nuestro territorio, cuando vamos a hacer la tasación de solares o terrenos, analizamos el precio al que se podrían vender las viviendas u oficinas que se pueden construir en el referido solar, comprobando que el precio máximo según los testigos reales que obtenemos, son inferiores, como venimos indicando,  al coste de producción.

Por tanto si el valor del suelo, es el que resulta de restar al valor de venta el valor de producción, aunque suene irracional, el valor del suelo es negativo, es decir, el valor de suelo es inferior a cero, deberíamos pagar para vender un terreno.

Evidentemente, aunque el razonamiento matemático es impecable, un terreno siempre tiene algún valor y siempre es susceptible de ser usado de alguna manera por sus dueños o por la colectividad.

Pero con la lógica que se ha empleado en los años de la locura inmobiliaria y que aún se sigue empleando, si los terrenos tienen asignada una determinada edificabilidad para un determinado uso y nosotros podemos adquirir metros cuadrados de ese mismo uso, en un entorno próximo, a unos valores inferiores al coste de producción de esos mismos metros cuadrados, el valor del suelo, empleando los criterios establecidos es, sin ningún género de dudas, negativo.

Si a lo anterior, añadimos los elevados y desproporcionados impuestos que se deben pagar por ser propietario de un suelo urbano, podemos concluir que si alguien nos regala algún determinado terreno, nos está haciendo una gran faena. Mantenerlo nos saldría carísimo, tendríamos que poner dinero para deshacernos de él y nos arruinaríamos si promoviéramos alguna construcción encima.

Por lo tanto, si alguien insiste en regalárnoslo, aconsejamos que mientras no cambien no sólo las políticas, sino las mentalidades, es mejor que lo rechacemos.

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